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lunes, 24 de octubre de 2011

Crónica de una aventura africana


A ojos de un europeo África es la viva encarnación del exotismo, resultando sorprendente la variedad de paisajes, razas y culturas que la pueblan, superior, a mi modesto entender, a las del resto de continentes. Nos encontramos además en el continente menos desarrollado, con todo lo que esto conlleva consigo. Ahí tenemos infinitas áreas desérticas como el mismísimo Sahara, que nace directamente de las playas arenosas de Mauritania para cruzar todo el norte de África, enlazando en una sucesión de parajes yermos que termina muriendo a los pies del Mar Rojo. Todo el centro, en su franja costera, es un sinfín de innumerables deltas sinuosos, laberínticos, con impenetrables manglares demarcando sus contornos. Al sur empiezan grandes mesetas, a veces terriblemente inhóspitas, como las de Namibia, para encontrarnos en el extremo sur con territorios más agradecidos, con una orografía y un paisaje que recuerdan ligeramente a los del norte peninsular.

Culturalmente, y sin miedo a caer en el tipismo, se puede afirmar que es un mosaico incomprensible, en el que naciones nacidas tras la descolonización atendiendo a fronteras de gabinete presentan una heterogeneidad inimaginable en Europa. Así tenemos áreas con importantes minorías blancas o hindúes como Sudáfrica o Namibia, países multiétnicos y con unas tensiones religiosas más que latentes, como Nigeria o el recientemente desmembrado Sudán. Países diseminados en varios pedazos como Angola, con su enclave de Cabinda encerrado entre la mar y el Congo, o países totalmente artificiales como la Guinea Ecuatorial, conformada por los   coloniales españoles, distantes unos de otros miles de kilómetros. Es curioso cuando al visitar un país del golfo de guinea uno se encuentra que cada hombre que ve tiene unas curiosas marcas en la cara. Al preguntar por el origen de las mismas te encuentras que cada tipología define la pertenencia a una tribu en concreto, y que en todo aquel marasmo de hombres que puedes encontrar a tu alrededor en un momento dado coexisten decenas de grupos étnicos.

No es mi intención realizar un tratado sobre el África (mis conocimientos no son los suficientes, ni mucho menos), sino narrar mi última visita al África negra a bordo de un mercante español y lo en ella acontecido, y es que, después de todo, y pese a los muchos años transcurridos desde las grandes exploraciones africanas de Livingstone y Stanley, para el común de los mortales sigue siendo un mundo desconocido, arcaico, exótico, atractivo y peligroso. Seguimos siendo millones los que todavía no hemos encontrado las fuentes del Nilo.



Dio comienzo esta travesía en Santa Cruz de Tenerife, una de las principales plazas de las Islas Canarias, uno de los territorios españoles geográficamente enclavados en el continente africano. A la sombra del Teide cargamos nuestro barco, el Mar Victoria, con asfalto destinado a Dakar (Senegal) y Oghara (Nigeria). El viaje hasta Dakar, dos días y medio, fue bueno, con la mar calma y sol de justicia que caía imponente sobre la cubierta. Dakar se encuentra en el extremo más occidental de Senegal, a lo largo de una península que forma el cabo Vert. Recuerda ligeramente a Xixón en su configuración geográfica, nacida al pie de un promontorio peninsular, extendiéndose posteriormente hacia el interior y a lo largo de la costa, tanto hacia el norte como hacia el sur. Es una ciudad moderna, altamente urbanizada para los estándares africanos, y una de las poblaciones más grandes en la costa oeste africana. Es además uno de sus principales puertos, tanto para el tránsito de mercancía entre el interior del continente como para realizar operaciones de aprovisionamiento y redistribución de las mercancías venidas de Europa y América principalmente. Con ser eminentemente africana es uno de esos lugares donde es claramente visible la mano europea, especialmente francesa, que aún hoy tiene grandes intereses en la zona así como una presencia clara, con una importante colonia de ciudadanos franceses en el lugar. Lo cierto que lo que más me llamó la atención del lugar fueron dos cosas que enlazan el mundo europeo con el local. La primera es un pequeño islote en medio de la ensenada sobre la que se asienta el puerto de Dakar. Recibe el nombre de Ile de Gorée. En ella se levantan una serie de fortalezas que protegían el puerto, otrora una de las principales bases navales francesas en ultramar, junto con un conjunto de edificios destinados originariamente a ser el centro del comercio de esclavos del lugar, conservado hoy en día como patrimonio de la humanidad y con un museo dedicado al tráfico de seres humanos. Todo el conjunto, levantado en piedra, rezuma entre sus desconchones el olor a la presencia francesa en el lugar. La segunda es el genuino sabor del comercio en África, aquella que consiste en sentarte frente a cuatro o cinco vendedores y pasarse dos horas negociando duramente la compra de un montón de cachivaches de artesanía a modo de souvenir. Toda una experiencia increíblemente divertida que termina, casi inevitablemente, con una maleta llena de souvenires, unos cuantos euros de menos en la cartera, y el pleno convencimiento de que esos comerciantes son unos auténticos artistas en empaquetarle al guiri un montón de trastos de madera, haciendo un buen negocio, y dejándole siempre al extranjero la sensación de que a salido muy beneficiado del regateo.


La continuación del viaje suponía ir a Nigeria, y esto ya es un punto y aparte. Nigeria, y los países vecinos como Benin, es otro mundo. Para empezar supone adentrarse en unas aguas en las que docenas de buques son asaltados por piratas todos los años. Supone entrar en unos países altamente inestables, con conflictos de índole étnica y religiosa en su interior que recurrentemente desembocan en estallidos violentos que dejan cientos de muertos. Son países con un altísimo grado de corrupción en el que las fuerzas del orden (policía y militares) son una de las fuentes principales de inseguridad. Son países, en suma, en los que la violencia es el pan nuestro de cada día.

No era la primera vez que viajaba a Nigeria, pero esta vez no iba a una ciudad como Lagos, capital económica del país, sino a un poblado en mitad de ningún sitio, rodeado de manglares, jungla y ríos. Íbamos a una zona de elevada peligrosidad y cuyo nombre ya deja una impresión desagradable: el río Escravos.


Aunque oficialmente es una zona en paz, a efectos de seguridad marítima y debido a los continuos actos de piratería las aguas de Benin y Nigeria por encima del paralelo de 3º N se consideran zona de guerra. Nuestra única protección consistía en intentar pasar desapercibidos, navegar encerrados en el barco, y cincuenta metros de alambrada con cuchillas que no sabíamos ni como utilizar.

El viaje fue plácido, navegando a buena velocidad empujados por la corriente de Guinea, escoltados por continuos bancos de peces voladores y delfines, y más ocasionalmente, por alguna que otra ballena. El primer incidente, o incidencia, se produjo el 9 de octubre, poco después de entrar de guardia a las 4 de la mañana. Navegábamos al sur de Ghana cuando recibí un mensaje por medio del AIS (un sistema de identificación de buques por ondas de VHF). Literalmente decía:

“Como se os ocurre ir a Nigeria!! Este barco ha estado 11 días secuestrado.”

Inquiridos sobre su identidad me contestó con un nombre que lo dejaba todo claro: Mattheos I. Buque de bandera de conveniencia que fue secuestrado durante 11 días en aguas de Benin y llevado a Nigeria, donde le sustrajeron unas 7000 toneladas de gasóleo de la carga, además de robar a los tripulantes sus efectos personales. Cinco de estos tripulantes, entre ellos el primer oficial que me envió el mensaje, eran españoles. Afortunadamente no hubo heridos.


Empezaban bien las cosas. Seguimos navegando rumbo al río Escravos, y por seguridad, el último día y medio con guardias dobles y navegando sin luces durante la noche. Lo cierto es que llegamos sin mayores percances al río, pero aquí, durante la maniobra de entrada, pasó algo que nos sería muy familiar en las jornadas venideras. El barco tocó fondo en varias ocasiones en la barra del río, llegando a quedar parado por momentos, pero, afortunadamente saliendo por sus propios medios antes de que la bajada de la marea nos pusiera en situación comprometida. Una posibilidad que los restos de dos buques varados en la orilla hacían muy real. Una vez dentro del río fondeamos, pues por delante nos quedaban 7 horas de travesía por ríos y canales del delta, lugares sin luces, balizas o boyas que marquen un canal navegable. Ahí todo dependería del buen ojo y de la lectura que del río supiera hacer el práctico.


 Al día siguiente la maniobra nos llevó por el río Nana, desde el Escravos hasta el río Benin. Un paso estrecho en un mar de manglares frondosísimos, en los que pequeños poblados dispersos de cuatro o cinco cabañas de madera y hojas de palma eran la única señal de presencia humana, una presencia humana no muy diferente a la que se encontrarían los primeros navegantes portugueses que recorrieron estas tierras. Estos poblados pesqueros estaban llenos de canoas en los que faenaban con admirable maestría mujeres y niños (hombres apenas), dándose múltiples casos en los que un niño de apenas 7 u 8 años se bastaba para gobernar la embarcación a golpe de remo y tender/recoger los precarios aparejos de pesca. Según pasábamos no desaprovechaban la ocasión de acercarse cuanto les era posible con la esperanza de conseguir cualquier cosa que pudiéramos darles. Un paisaje humano ciertamente exótico a la vista de mis ojos, pero ante el que no puedo evitar sentir una profunda sensación de tristeza e impotencia al ver gente vivir en tanta miseria pidiéndote cualquier cosa, unos bidones de plástico vacíos, algo de comida o ropa, y no tener nada que darles.


 Una vez atracados lo de siempre. Un número ingente de autoridades bien provistas de multas y amenazas dispuestas a salir del barco con la bolsa bien llena de lo que fuera. Es increíble la variedad de organismos públicos que en estos países tienen algo que decir a la llegada de un barco. Uno llega a pensar que estos si que son países de funcionarios. La escala no habría pasado de una más con sus líneas de tierra obstruidas y en mal estado, las nubes de mosquitos, escarabajos de tamaños imposibles y mariposas, el croar de millones de ranas y el cri-cri de algún grillo solitario, si no hubiese ocurrido un incidente la primera noche atracados.


Me encontraba en la popa haciendo fotos a una puesta de sol muy hermosa sobre el río, con un cielo cubierto de tonalidades amoratadas cuando un objeto extraño sobre el agua atrajo mi atención. Al principio curiosidad, a continuación nerviosismo e intranquilidad. Entré dentro y llamé al capitán.

-          Antonio, ¿A ti que te parece eso?
-          No sé
-          Antonio, o eso es un espantapájaros muy bien hecho o es un tío muerto flotando en el agua.

Desafortunadamente no era un espantapájaros. La corriente del río nos fue acercando poco a poco al infortunado hacia nosotros. Presentaba un aspecto terrible, totalmente blanquecino pese a tratarse de una persona de color. No sabría decir si era hombre o mujer. Estaba de espaldas, desnudo a excepción de un slip o braga, con la cabeza bajo el agua, los brazos en cruz y las piernas abiertas. Quedó inicialmente atrapado bajo el casco del barco para, con posterioridad, seguir el rumbo que le marcaba la corriente en dirección a la ciudad más cercana, Sappele. Llamamos la atención a la gente de tierra, a los de seguridad, al agente. Lo único que nos contestaron fue que hiciéramos fotos, y que mandarían una lancha a recogerlo. Nunca apareció. La gente de la Terminal se reía con una expresión que me recordaba grandemente a esa risa de suficiencia que nosotros mismos lanzamos cada vez que vemos como un turista madrileño se sorprende al ver vacas paciendo en un prado. Demasiado familiarizados con cosas así. Fue una noche muy desagradable.


Cuatro días nos llevó descargar y salir huyendo de allí. Cuatro días de autoridades con bolsas abiertas en las manos y amenazas de multas y castigos en la boca. De buques cubiertos de alambradas y miríadas de insectos. Salimos deshaciendo el camino andado, volviendo a sumergirnos en el laberinto de manglares, con sus poblados y canoas, sus niños y mujeres, tocando multitud de veces con la arena del fondo, hasta que ganamos el mar. Sólo nos quedaba día y medio de navegación por aguas peligrosas y volveríamos a la tranquilidad. Un día y una noche navegando sin luces, con algunos equipos que podían delatar nuestra presencia apagados, con cuatro personas en guardia a todas horas. Poco a poco íbamos dejando lo peor atrás: Nigeria, Benin, Togo…

Estábamos llegando a la altura del cabo Three Points, como límite de la zona segura, cuando casi al acabar la guardia a las 8 de la tarde aparecen un par de pequeños puntos en el radar. Buscamos con los prismáticos tanto el marinero como yo pero no vemos nada más que las olas y el horizonte, pero esos dos puntos siguen ahí, uno estático y el más próximo con rumbo de interceptación con nosotros. Al final, tras escrutar cuidadosamente la zona vemos la embarcación más cercana, un cayuco que sube y baja entre las olas y aproximándose. En la cubierta por lo menos seis o siete sombras que parecen hombres.

            Sube el Capitán y otro marinero.

-          ¿Nos asaltan los piratas? – me preguntó con tono desenfadado al vernos al rsto prismáticos en mano otear el horizonte.

-          No lo sé, pero esto mosquea. Un cayuco con media docena de tíos intentando cogernos a 65 millas de la costa. No es normal.

Seguimos visualmente como se acercaba trabajosamente al tiempo que ordenábamos cerrar todas las puertas que estaban abiertas en la habilitación, encerrándonos en nuestro propio barco. Al final el estado de la mar fue nuestro aliado, y el cayuco, muchísimo más pequeño y débil, no podía mantener una velocidad como la que llevábamos frente a ese oleaje.

Nunca sabremos si era o no una embarcación pirata, pero lo parecía en todos sus aspectos. Para empezar iba acompañada de una que no intervenía directamente en el asalto, probablemente la nodriza que transportaría al cayuco desde la costa hasta alta mar. Hay que tener en cuenta la distancia, 65 millas de la costa más cercana, unos 120 kilómetros, una distancia inusual para estas embarcaciones cuando se dedican a la pesca. Si hubiésemos navegado dos o tres millas más hacia el norte o fuésemos un buque al pairo esperando orden de entrar en puerto habríamos sido presa fácil.

El resto del viaje transcurrió ya libre de incidentes. Todos pudimos volver a nuestra rutinaria vida marina, a un trabajo las más de las veces tranquilo, las pocas duro, esperando llegar a Canarias para poder volver a hablar con la familia veintidós días después. Un viaje sumergidos en ese microcosmos que es un barco, con catorce personas encerradas en él, con sus roces y sus gracias, afinidades y recelos, con el ansia en común de acabar campaña y volver a casa.

Fin de E.T.A.


Hoy, día 21 de octubre de 2011, a las 06:00 h, recibo la noticia de que E.T.A. abandona la lucha armada. Inicialmente siento alegría y un poco de sorpresa. Aunque ya se venía comentando en los medios de comunicación que la organización se encontraba totalmente agotada, uno procura no dejarse llevar y desconfiar de noticias que anuncian un final varias veces pregonado.

Sin embargo, a esa sensación inicial de que algo bueno ha pasado sigue otra totalmente contraria, de que algo muy malo está por venir. Algo muy malo y muy desagradable.

Aislado en esta burbuja informativa que es el barco, quizás llegue ya demasiado tarde, y para cuando publique esta opinión todo sean ya hechos consumados y no pueda  un discernirse entre un negro presagio y una opinión a posteriori.

Creo que ahora, y más teniendo elecciones generales a un mes vista, se acerca un espectáculo espantoso. Tenemos una clase política que nos ha demostrado en multitud de ocasiones que no sabe estar a la altura de las circunstancias. Una clase política que hace de la actividad de la representación pública un modo de vida y de proyección personal ajena al bienestar común del pueblo. Ahora vendrá esa piara de cerdos solazándose mientras se revuelcan en el barro y en su propia mierda. Ahora viene la vergüenza de los políticos discutiendo el ¿Quién puso más? ¿Quién hizo más? ¿A quién le toca más parte del mérito por haber acabado con una organización criminal que durante muchos años tiñó de sangre y preocupación las calles de este país? Veremos a cada partido poner en la balanza sus muertos asegurando que pesan más que los del contrario. Se tirarán vísceras a la cara y ladrarán y escupirán insultos a las víctimas contrarias. No me gusta, y no creo que a nadie le guste, pero sé que pasará.

Pobre España.