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sábado, 27 de julio de 2013

El astillero



                Suena la sirena. Un agudo sonido que recorre los muelles, los talleres, los tinglados. Avisaría a la gente del fin de turno. Pero ya no queda nadie. Un sistema automático sigue accionando el sistema cada mañana. Cada tarde. Pero en la factoría ya sólo queda un único empleado, un vigilante de seguridad que parsimonioso se recuesta sobre su silla en la garita buscando el flujo de aire que despide un pequeño ventilador. Es agosto y el sol, cayendo a plomo, abrasa los viejos tejados de uralita de los talleres. 


                Pasaron ya los años de ajetreo, de intensa actividad fabril con cientos de obreros moviéndose cual hormigas. Cada uno con su función, su especialidad, creando de la nada las monstruosas moles metálicas de los containeros, los quimiqueros, graneleros o pesqueros factoría. Hombres que se adentraban en las entrañas de un doble fondo a soldar en posturas imposibles las planchas de metal, respirando en una atmósfera viciada por los gases, los ojos llorosos por la irritación tras tantas horas quemando electrodos. La piel, curtida, con las innumerables quemaduras de las chispas que poco a poco han ido perforando la ropa de trabajo. Hombres impregnados del olor a grasa y el aceite, montando cojinetes, alineando cigüeñales, pistones, cilindros y culatas. Mecánicos de llave inglesa y diferencial. Tuberos tendiendo líneas. Electricistas poniendo sentido a un laberinto de cobre y plástico. Pintores de sueño cambiado. Noches en vela entre nubes de pintura volatilizada y vapores de disolvente. Hoy ya no están. Ni se les espera.


                Las crisis del sector arrasaron con las factorías. La competencia con los astilleros chinos, coreanos o turcos, imposible. La dejadez y abandono de los gobiernos, la puntilla. El tiempo hizo el resto. Otrora bandera y emblema de un pueblo, de una ciudad, de una clase obrera, ya no son más que viejos recuerdos, nostalgias de un jubilado.


                Nostalgias de una época de grandes industrias en las que trabajaba mucha gente. Por entonces aún utilizaban la palabra “compañeros”. Todos se conocían, todos eran vecinos del barrio. Y todos tenían su nombre de guerra, ese apodo que hacía de cada uno un personaje único entre los centenares de trabajadores.


                Nostalgia de mi niñez. Párvulo en un colegio en el que casi todos los críos vivíamos del salario que nuestros padres ganaban en los astilleros. Y yo, como cualquier otro niño del barrio, sentado a la mesa de formica, con un plato de duralex delante. La sopa, humeante. Y grabado a fuego en mí un recuerdo indeleble. El de mi padre. Con la mirada al frente sin ver, soplando la cuchara antes de llevársela a la boca, comiendo apresurado en el descanso a media jornada, antes de tener que volver al tajo, al grupo electrógeno, la careta y el electrodo. Tiempos duros de regulaciones, despidos y cierres. Tiempos revueltos de barricadas, pelotas de goma y gomeros. Batalla cruenta que terminó en derrota. Uno tras otro, todos fueron cerrando. Y poco a poco desapareció un modo de vida, el del barrio obrero, el del sentimiento de clase.

 

                Termina su lamento diario la sirena. Cualquier día aparecerá un técnico que desconectará el programador. Y se hará el silencio. Un silencio definitivo como losa de piedra sobre la tumba del muerto. Pero este muerto ya no tendrá quien lo vele, quien le dé un último adiós, quien rece por su alma. Si acaso, sólo en la nostalgia de algún viejo jubilado.



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