Guetar n'esti blogue

miércoles, 6 de enero de 2016

La bestia en la cocina



                Lo que narro a continuación no es ni una leyenda ni un cuento inventado por mí, es una vieja historia familiar que le habría ocurrido a mi bisabuelo hace unos 75 años. Solamente le he dado un poco de ambientación literaria, pero sin alterar un ápice los hechos. No es fácil de creer ni por las personas más crédulas, pero el protagonista siempre sostuvo que aquello que le sucedió fue real, que ni fue el  fruto de un mal sueño ni una leyenda apropiada con la que cobrar notoriedad. Un suceso fantástico que aconteció en una vieja casa en Tudela Agüeria hoy en franca ruina. Un suceso misterioso que sería el primero de una serie de tres de naturaleza cuando menos inquietante, y de los cuales del último yo mismo, incrédulo empedernido, fui testigo.  Pero esos otros casos son historias diferentes de la que hoy nos ocupa: el encuentro frente a frente entre dos seres de mundos distintos. ¿Fantasía o realidad? ¿Antiguas supersticiones y creencias que nos sugestionan una realidad distinta a la que vemos? Yo no lo sé.  Juzguen ustedes, lectores.

El protagonista de esta historia en los años 40: Juan, el veterano y menudo minero que aparece en el centro de la foto con el pitu en la boca y el pico al hombro.


El encuentro

                Juan se despertó. Se incorporó levemente sobre los codos, escuchando atento inmerso en la densa oscuridad que lo rodeaba. Se oía el continuo repiqueteo de la lluvia sobre las tejas, el crujir ocasional de las viejas maderas de aquella casa centenaria. Se oían las respiraciones, lentas y profundas, del resto de los moradores de la casa que seguían sumidos en sus sueños. Y, también, el bufido inquieto de las vacas que subía desde la cuadra.

                Se levantó de la cama sentándose al borde del colchón de lana mientras, con los pies, tanteaba el suelo en busca de sus zapatillas. Ya calzado, se encaminó con pasos lentos hacia la escalera que bajaba hasta la cocina y la cuadra. La tenue luz rojiza de la mortecina lumbre que se consumía en la cocina de carbón y que se colaba por el hueco de las escaleras bastaba para marcarle el camino a seguir. Con el brazo extendido por delante tanteaba la pared que le servía de guía. Tantas madrugadas levantándose a oscuras para acudir al tajo en la mina de El Fornu, le proporcionaban seguridad suficiente como para encontrar el camino sin necesidad de encender la vela de la palmatoria que descansaba sobre la mesita, junto al cabecero de la cama. Sin embargo, esa noche era un poco más pronto de lo habitual. Los quejidos nerviosos del ganado y una extraña sensación en el cuerpo lo habían sacado de su descanso pese al cansancio de las interminables jornadas de trabajo en las galerías y en las tierras.

                Bajó uno a uno, con paso lento pero firme, los escalones de madera que rechinaban bajo el peso de su cuerpo menudo y fibroso. El resplandor de la lumbre aumentaba a medida que se aproximaba a la planta baja. De repente, un olor acre llegó hasta él. Un olor conocido pero extraño en aquel lugar. Un olor que le produjo un profundo desasosiego.

                Le quedaban sólo tres escalones para llegar al piso de tierra de la cocina. La puerta que comunicaba esta con la cuadra apenas quedaba a metro y medio de distancia, pero ya no fue capaz de seguir. Se sintió paralizado.

                Delante de él, parado, se erguía un enorme perro de pelaje oscuro que lo miraba firmemente. Sus ojos fulgían con destellos rojizos. Juan no era capaz de distinguir si el brillo de esos ojos malignos provenía del reflejo de la luz rojiza de la cocina de carbón o salía de lo más hondo de aquel animal.

                Hombre curtido por la dureza de la vida campesina, acostumbrado a pelear con la tierra para arrancarle el oro negro que enriquecía a los patronos, superviviente en dura posguerra, no se sentía capaz de reaccionar. No era hombre de iglesia, pero delante de él reconoció a un ser demoniaco.
 
Perro en actitud diabólica en el capitel de una ventana del ábside de San xuan d'Amandi (Villaviciosa). En muchas culturas, la nuestra incluída, el perro ha sido considerado como un animal representativo del demonio y de los mundos de los espíritus.
              
            Sacando fuerzas de lo más profundo de su miedo, consiguió levantar el brazo derecho, acercándolo a la cara. Abrió la boca y, al tiempo que surgían las primeras palabras de un Padrenuestro de su reseca garganta, comenzó con el ritual de la persignación. 

                No sabría decir en qué momento exacto ocurrió, pero en el transcurso de aquel inesperado ataque de fervor religioso el perro emitió un último bufido y, entre una nube de vapor sulfuroso, desapareció.

                Con el corazón acelerado terminó su plegaria y, poco a poco, se dejó caer sobre los escalones, con los ojos abiertos y el miedo dentro. Sin moverse. Sin dejar de mirar frente de sí sin ver, hasta que el amanecer diluyó las penumbras con los primeros rayos de luz que se colaban a través de la ventana.

                Cuando el resto de los habitantes de la casa se levantaron se encontraron a Juan, lívido y mudo, sentado en el tercer escalón de las escaleras. Frente a él, sobre el suelo de tierra pisada de la cocina, un gran manchurrón negruzco y un fuerte olor a azufre. Por más que le preguntaron, durante días se negó a decir qué era lo que había ocurrido. Cuando lo conto, pocos le creyeron. Que si una pesadilla, que si se había pasado con el vino, él, que era hombre de poco beber. Pero Juan estaba seguro de todo cuanto había visto. Creía firmemente que se había encontrado cara a cara con un ser que no era de este mundo.

                Durante muchos años, cada vez que se levantaba con la llegada del alba para comenzar la jornada, bajaba las escaleras con el espíritu encogido, temiendo volver a encontrarse cara a cara con aquel perro negro de ojos brillantes y halo infernal.

Representación del Tibicenas, un perro negro de ojos rojos de caracter demoniaco en las creencias de los antiguos guanches canarios. Posteriormente se readaptó a la mitología popular como un animal maligno que acecha a los hombres en los caminos, causándoles gran pavor.